El libro ilustrado sin filtros
Ha salido el número 153 de Peonza y recoge las intervenciones del V Encuentro Internacional del Libro Ilustrado. Es un número que funciona como memoria del encuentro, pero también como una radiografía bastante clara de cómo estamos pensando hoy el libro ilustrado: qué contamos, a quién se lo contamos y desde dónde lo hacemos.
Abre Jesús González González hablando de bibliodiversidad, creación y lectura. No se queda en el eslogan: plantea qué pasa cuando siempre circulan los mismos temas, los mismos nombres y los mismos formatos. La idea de fondo es sencilla y demoledora: si el ecosistema del libro es pobre, también lo serán las lecturas que ofrecemos, y con ellas el horizonte de lo que los lectores pueden imaginar.
Bernardo Atxaga, con sus “Casos que conté en Unquera”, se mueve en su terreno natural: historias que parecen pequeñas y no lo son. A partir de recuerdos, anécdotas y situaciones cotidianas, muestra cómo la literatura nace muchas veces de lo que normalmente despachamos como “nada”. Hay una reivindicación implícita del territorio, de la memoria y de lo concreto como materia prima de la ficción.
En las “Conversaciones con Emilio Urberuaga”, Pau Camblor abre la trastienda de un ilustrador clave. No es una entrevista decorativa: se habla de personajes que ya forman parte del imaginario de varias generaciones, del proceso de encontrar un trazo propio y de cómo trabajar el humor sin simplificar al lector. Sobrevuela una idea constante: los niños detectan la falsedad mucho antes que los adultos.
“Cuando escribir es una aventura”, de Ana Griott, devuelve la escritura a su dimensión más viva. No la presenta como un gesto aislado frente a la pantalla, sino como un viaje que pasa por la tradición oral, los mitos y los cuentos populares. Escribir, aquí, es escuchar, recoger y transformar una memoria que viene de lejos. Hay algo casi militante en su defensa del cuento contado a viva voz como base de todo lo demás.
Con “Del corazón a los asuntos”, Raúl Vacas entra en la poesía sin azúcar. Habla de escribir desde lo emocional, sí, pero para llegar a los temas que realmente importan, sin caer en frases vacías ni en tópicos de postal. La poesía aparece como un espacio de juego serio con el lenguaje, capaz de afinar la mirada y de cuestionar lo que damos por supuesto, también dentro de la literatura infantil.
Rosana Faría, en “¿De qué color son los niños y las niñas bonitas?”, coloca sobre la mesa una de las preguntas más incómodas del número: cómo representamos a la infancia en las imágenes. A partir de esa pregunta aparentemente inocente, se abre un debate sobre racismo, normatividad, cuerpos, pieles y rasgos que aparecen —o no aparecen— en los libros. Es un texto que obliga a revisar tanto catálogos como miradas personales.
En “Cuando encontré el camino de mi voz”, Noemí Villamuza ofrece un relato muy honesto de su propio proceso. Habla de dudas, de etapas en las que no se reconocía en lo que dibujaba, de influencias pesadas y del momento en que empezó a sentir que su trabajo sonaba realmente a ella. Es especialmente valioso para quien está en pleno proceso creativo: desromantiza la idea del “estilo” como algo dado y lo muestra como una búsqueda larga y llena de tropiezos.
Tyto Alba, con “Novelas gráficas: biografías y adaptaciones”, se centra en la novela gráfica como herramienta para contar vidas y revisitar obras literarias. Explica qué implica traducir una biografía o un texto previo a un lenguaje de viñetas, qué se gana y qué se pierde por el camino, y defiende la madurez del medio, muy lejos de la etiqueta de “género menor” que aún arrastra en algunos contextos.
En “Cómo ver cosas invisibles, el proceso de creación”, Madalena Matoso abre su manera de trabajar. El núcleo de su propuesta es aprender a fijarse en lo que está ahí, pero nadie mira: detalles, márgenes, repeticiones, pequeñas rarezas. Desde esa observación de lo invisible va construyendo conceptos, imágenes y, finalmente, libros. Su texto tiene algo de cuaderno de trabajo compartido.
“Conversando con Limam Boisha y Gonzalo Moure”, de Ramón Melendi, articula un diálogo donde aparecen el desierto, el exilio, la infancia y la palabra como refugio. El foco se desplaza a realidades habitualmente invisibles para el lector occidental, y se muestra con claridad cómo el libro infantil y juvenil puede ser también un espacio para hablar de desplazamientos, fronteras y memoria colectiva.
Cierra el número “Albertine y Germano: un diálogo creativo entre imágenes y palabras”, con Albertine y Germano Zullo reflexionando sobre su forma de trabajar juntos. Lo interesante es cómo desmontan la idea de que uno escribe y el otro “solo ilustra”. Hay una conversación constante entre texto e imagen, con momentos en que la palabra se retira para dejar hablar al dibujo, y otros en que la imagen baja la voz para sostener una sola frase. Es casi una pequeña lección de cómo pensar el libro ilustrado como un verdadero encuentro entre dos lenguajes.
En conjunto, Peonza 153 no se limita a documentar un encuentro: propone una serie de preguntas directas sobre qué libros hacemos circular, qué historias decidimos contar y qué modelos de mundo estamos ofreciendo a la infancia. Es un número que interesará a quienes escriben o ilustran, a mediadores de lectura, docentes y bibliotecarios, pero también a cualquier persona que sospeche que un álbum ilustrado puede ser un lugar donde se juegan cosas bastante serias, incluso cuando todo parece “solo” un dibujo y unas pocas palabras.






